En la mañana del 6 de junio de 1522, los hombres de vigía sobre la torre sintieron dar un vuelco a sus corazones a la vista de la flota que se veía ya delineando el horizonte. Centenares de naves cargadas de soldados se avecinaban lentamente. Reunidos los Caballeros, el Gran Maestre recordó en breves palabras la obligación asumida al momento de vestir el hábito jerosolimitano: combatir a los infieles aún a costa de la vida y demostrarse dignos del privilegio de pertenecer a la Sacra Milicia.

Pero el espectáculo de las fortificaciones que se elevan hacia el cielo debía despertar no pocas preocupaciones también entre las filas de los atacantes. Un doble cerco de muralllas sólidamente adheridas a la roca natural y a pico sobre el agua, corría en torno a la ciudad y para reforzarla en tres lados, hacia la tierra firme, había un foso de entre sesenta y ciento cuarenta pies de profundidad. El muro incorporaba trece torres y la ciudad estaba dominada del alto campanario de la iglesia de San Juan. Por todo lado, cañones listos a hacer fuego.

En cuanto a determinación, el Gran Maestro da de inmediato una elocuente demostración: Felipe De Villiers de L'Isle Adam ordena incendiar las villas y las residencias veraniegas para evitar que en los lujuriantes jardines, ricos en plantas exóticas, el enemigo pueda encontrar escondites. Y, para dar ejemplo, dispone que la demolición comience por su espléndida residencia. Tierra quemada aún dentro de los muros, espera al adversario.

Entre tanto, el cerco se estrecha. Millares de esclavos desembarcan de las naves artillería de todo calibre mientras las colinas circundantes se cubren de estandartes y de tiendas multicolores. Cuando los turcos abren el fuego, la isla parece incendiarse. Desde la ciudad responden los cañones, y las torres, refiere un historiador, semejan emerger de una nube de humo. De la parte de los otomanos están el número, la potencia, la formidable organización militar y el fanático desprecio de la propia vida y de la de los otros. En el frente de los Juanbautistas, el valor alegre de la Fe y el genio de un caballero: Gabriel Martinengo, el más famoso ingeniero de asedio de la época. Ha dejado Candia, donde estaba al servicio de la Serenísima, para unirse a sus hermanos y poner a su disposición toda la astucia que su genial capacidad le sugería.

El duelo de artillería se prolonga ininterrumpidamente por días y días. El 26 de junio, las tropas otomanas se preparan para el primer asalto. A lo largo de la esplanada los Jerosolimitanos esperan al enemigo. Sobre las armaduras llevan el traje de batalla. Su sóla presencia, la vista de su uniforme bastan para llenar de furia a los otomanos. Antes de ocupar el puesto justo sobre la muralla, han escuchado la misa en la catedral de San Juan. Un día como los otros, iniciado con la celebración del rito sagrado. Pero en aquella mañana está con ellos todo el pueblo de Rodas. Pescadores, campesinos, gente sencilla que se aprieta en torno a aquellos hombres que han aprendido a estimar y que por tanto tiempo han defendido su libertad, sus casas y que de su isla la hecho una patria respetada y temida.

En el campo turco hay en convencimiento de que el largo bombardeo ha debilitado la resistencia de los asediados y no se excluye la posibilidad de que aquella sea la jornada decisiva.

Precedidos del ensordecedor estrépito de los tambores y de los gritos de los comandantes, miliares y miliares de turcos marchan hacia los muros. Pero recorren algunos centenares de metros y aquella masa humana parece vacilar bajo los golpes de la artillería que abre entre sus filas vacíos espantosos. Y no obstante la avalancha de fuego y de piedras que se precipita desde lo alto, la masa hormigueante alcanza los bationes e intenta la escalada.

Es una masacre. Pese a los gritos de estímulo y a las amenazas de los comandantes, el ejército se retira abandonando sobre el terreno, junto a miles de hombres, la esperanza de concluir rápidamente el asedio. Una jornada épica, al finalizar la cual los Caballeros agradecen, en la catedral de San Juan, a su protectora la virgen del Fileremo. En las calles, la gente festeja la victoria, pero el asedio apenas ha comenzado y los otomanos volverán pronto al asalto.

Innumerables los ataques de doscientos mil hombres que circundan Rodas.. Pero cada tentativa resulta vana y con el pasar de los días las tropas comienzan a negarse a combatir. Está en juego el prestigio mismo del Islam y para resolver la delicada situación, Solimán, informado de la situación, decide asumir personalmente el comando de la operación. Y el 28 de agosto llega con una nueva flota. Trae consigo otros soldados y una artillería de una potencia hasta aquel momento desconocida.

A pesar de todo Rodas resiste. El 4 de septiembre, con una mina los atacantes logran saltar una parte del bastión de la Lengua de Inglaterra y en torno a aquella brecha la lucha se enciende furibunda. Rechazados a precio de grandes sacrificios, el enemigo vuelve otra vez el 24 de septiembre. Será una de las jornadas más dramáticas: los caídos del lado de los turcos son, según los cronistas de la época, quince mil. Una verdadera y propia degollina.

También en la ciudad la situación se hace siempre más grave. Las provisiones comienzan a escasear y la gente se halla extenuada, mientras de Constantinopla continúan llegando refuerzos.

Siguen días difíciles para los asediados y en el alba del 17 de diciembre, Solimán desata el asalto decisivo. Después de horas y horas desesperadas, los genízaros superan el cerco amurallado, pero en un último esfuerzos el Gran Maestre y sus hermanos de religión sobrevivientes, logran rechazarlos nuevamente. Es ya inútil continuar la lucha y los rodesinos piden que se trate la rendición con Solimán. Aunque reducidos a un centenar, los Caballeros rechazaron desdeñosamente una solución similar, pero Fray Felipe Villier de l'Isle-Adam conoce el atroz destino que, en caso de ulterior resistencia, los conquistadores reservarían a la población. Profundamente impresionado del coraje de los adversarios, el sultán recibe al Gran Maestre con gran deferencia. Sabe que Rodas está exhausta, pero no olvida que también su ejército está muy afectado y que la lucha podría durar todavía días y días. Y solimán acepta las condiciones propuestas: la ciudad y la población serán respetadas, a los Juanbautistas les consiente llevar cuanto poseen y les asegura el honor de las armas. Se pérmitirá, en fin, a los rodesinos que lo deseen, seguir a los Jerosolimitanos en su exilio.

El 24 de diciembre, después de seis meses de combates, los turcos entran en Rodas y al alba del 10 de enero (según algunos cronistas la partida sucede el 2), la Orden del Hospital deja la tierra que por más de dos siglos ha sido su patria. Sobre las naves que toman lentamente el mar abierto, no flamea el rojo pabellón de la Religión, sino un paño blanco sobre el cual se distingue, recamada en oro, la imagen de la imagen de la virgen con una inscripción: Aflictis Tu spes unica. Una decisión dictada por la profunda devoción de la Madre del Salvador pero, al mismo tiempo, una denuncia contra la cristiandad que ha abandonmado a sus hijos en el momento supremo.

para volver al sumario
capitulo siguiente