ca, cuya flota pasó a mandar León Strozzi, prior
de Capua. Analicemos concretamente las verdaderas condiciones
de la cesión.
La primera implicaba atender
a los posibles requerimientos del virrey de Sicilia respecto
a refugiados políticos, que en caso de ser únicamente
reos de delitos comunes debían ser capturados y puestos
a buen recaudo, concediéndose atribuciones a la justicia
melitense, y en el caso de serlo de "crimen de lesa majestad",
es decir los cometidos contra la persona, libertad o el honor
del Rey, y por extensión los de traición, debían
ser apresados y puestos a disposición de dicho virrey,
es decir, extraditados, actuación que debía
seguirse también respecto de los reos de herejía,
pese a ser estos últimos igualmente perseguidos por
la Religión incluso antes de la introducción
de la Inquisición en Malta, lo que parece querer abrir
una puerta, consciente o incon-scientemente, a la intervención
real en asuntos religiosos que será práctica
ampliamente utilizada en el reinado posterior.
Aunque estrictamente puede y
debe ser considerado como una manifestación más
de la "fidelidad" debida, no dudamos en incluirlo
como condición especial, por las exigencias categóricas
de prisión y entrega en su caso que encierra, comprensibles
en el ambiente de guerra total que se respiraba, y por restringirse
a "súbditos de nuestros reinos de Sicilia",
posibles partidarios de la casa de Anjou.
En la exigencia del nombramiento
real del obispo de Malta vemos una habilísima forma,
a la que seguramente no fue ajeno Gattinara, de compaginar
el interés político con la voluntad de no incluir
contraprestación alguna. Con el ejercicio del derecho
de elección del obispo se continuaba con una situación
preexistente; no se imponía nada nuevo, sino que no
se cedía uno de los derechos en los que mayo-ritariamente
se subrogaban los Caballeros. La condición de que este
personaje debía ser convocado, admitido y oído
en todos los consejos, como a los priores y bailíos,
parecía
|
ser inherente a su propio cargo y categoría, para resaltar
la cual y su peso en la Orden, se obligaba también
al Gran Maestre a nombrale Gran Cruz, en el caso de ser miembro
de la misma.
La propuesta en terna de tres
hombres capaces y dignos" por parte de la Orden debía
incluir al menos a un súbdito de Carlos V o de sus
sucesores, señalándose un oscuro requisito más,
el de ser "de una condición parecida" a la
del que, ya nombrado con anterioridad a la cesión,
Baltasar Walkirk, se mantenía por ahora en dicho puesto.
Walkirk, canciller del Imperio, era lógicamente, uno
de los hombres de confianza del Emperador, por lo que es fácil
deducir esa "condición parecida". Su sucesor,
fue pues un aragonés, don Carlos de Urríes,
que no era Caballero y tuvo que ser primero admitido a solicitud
propia en la Orden, e inmediatamente elevado a la categoría
de Gran Cruz.
Confeccionada la terna y entregada
al virrey de Sicilia (para informe), el rey quedaba obligado
a elegir al titular.
Con el nombramiento de un Almirante
y de un Lugarteniente italianos se rompía la tradición,
acuñada en Rodas, de elegir, salvo excepciones, a un
caballero provenzal para estos puestos, añadiéndose
al necesario requisito de ser "al menos capaz de este
empleo", el de tratarse de persona "sin estar sometido
a nadie", que no debe interpretarse en el aspecto administrativo
o político, sino en el más efectivo de la independencia
en la dirección concreta de las operaciones navales.
Esta condición pronto será olvidada en circunstancia
tan relevante como la jornada de Zoara de 1552, a cuyo frente
el partido francés impuso nada menos que a aquel León
Strozzi que al mando de la escuadra franco-turca había
asolado la saboyana Niza en 1543, para escándalo de
la Cristiandad.
La designación de un caballero
de la lengua de Italia y que además fuese italiano,
con lo que se descartaba a numerosos franceses que
|